30.6.19

Columbine y la madre de Dylan


Columbine es el agregado de los detalles que intentan conformarlo. Nada debería pasársele por alto a una curiosidad continua que aglutina aquello que constantemente se le escapa. La razón que hizo tal acopio de detalles, por eso mismo, los desatiende y por tanto tampoco los espanta. Detalles insuficientes y prolapsados; elementos como la locura, la maldad, o un mundo encabalgado entre ambos, participan de esas decantaciones conflictivas o asimilaciones infructuosas sin lograr colmar una explicación compacta, y por ello se producen filtraciones que también hay que perseguir. La densidad se hace supurativa. La disolución se te intensifica entre las manos. Las razones enraízan en donde tienden y desaparecen: destilados en la familia, asuntos legales, casi burocráticos, y otras posibles conexiones de acicates con precipitantes. Usamos las palabras primigenias con ambivalencia y pomposidad para que, así, quien las ponga en cuestión y las eluda, cuestione también el hueco motivador de esta ausencia y promueva explicaciones más claras y masivas, o tanteos ridículos pero minuciosos.

La explicación adquiere tanto o más sentido cuanto desmiente y reprueba las visiones que se permite superar: el asesino como percutor de un resto totalizante que lo determina, o (lo cual viene a ser lo mismo) disuelto en una confluencia por resolver y que se eterniza en esa incertidumbre. A decir verdad, percusión y confluencia también deberían verse como víctimas de un desfondamiento.

Las palabras disparan a los nombres. El “depresivo” necesita de la sangría argumentativa con la que ahora nos confunde. Sin apenas movimientos, la depresión se desparrama en las capas de las que se apodera, convirtiendo su interior en algo irrespirable al margen de una vida y de los demonios que la sobreviven. Debió ser detectada a lo largo de los días y ahora estos se agolpan reclamando filiación; un día tras otro desfilando, todos quieren ser depresivos como quien busca entrar en una celda de libertades.

Las palabras nos siguen disparando. El “psicópata” pergeña un campo (y apresa un cómplice agente) potencialmente devastado, revolcándose y nutriéndose en ese fermento de tedio y desencanto, fuente inagotable de enemigos hagan estos lo que hagan, y también por no hacer.

La explicación carga el arma que destruye lo que la verdad alcanza. Considerar el odio o la venganza en función de una jerarquía de adversarios que dos individuos improvisaron, o la maldad clarísima que nuestro mundo concita, incomoda demasiado por la poca ayuda que nos ofrece. De igual modo, el diseño minucioso del plan a ejecutar en un delirio perdido en el tiempo, o peor aún, de dataciones concretísimas, o los diarios íntimos de la masacre —y que cumplen por lo demás la misión de diseñar a sus escritores—, son intentos fallidos para rasgar lo que ocultan y a su vez ostentan, tan descarnado es el dibujo que atesoran, tan masacrado de antemano ese tejido de trasfondo, aquella colchadura de vida, conjunto de relaciones, afectos e indiferencia de buenos días e ignorancias que se escapan tras la línea invisible que los abismó de ti y de mí. Bosquejos minuciosos que jamás lograrían describir el desastre que demarcan cuando este desastre acontece.


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Tratando de sobreponerse en aquel reguero de desgracia, irrumpen tan fortuita como inevitablemente las preguntas que una madre se hace y las respuestas que por serlo se da. Una madre que revoca con su lamento los fallos que reconoce, y añade a la brutalidad autoevidente subsunciones (“enfermedad”, “trastorno”…) e inversiones metonímicas (“suicida que asesina” en lugar de “asesino que se mata”) tan hondas y determinantes como imponderables e impostadas, las cuales van aglomerándose en una ilusión reduccionista, centralizadora, hipostasiante…, y un sinfín de palabras que tampoco querrían entrar en ese juego (ni disolverse sin jugar). Y todo, por decirlo quien lo dice, es investido de un rango propio, de sabor amargo y comprensión queda pero resbalosa cuando la manipulas; como si en tal simplificación acometida la madre vehiculara en quien siempre será su hijo también afectos explicativos. Ella, dejando a un lado imputaciones monstruosas o pactos diabólicos, deja de lado también aquello que los hizo innecesarios y a la vez prácticamente inevitables, manteniéndolos vivos en incomprensiones todavía más malditas.

Podríamos continuar empezando a definirlo (o justificando su uso) de muchas maneras (incluso mencionándolo para no justificarlo, o usándolo sin mención); ahora lo llamaremos “masa madre”.

La masa madre permite a la madre seguir y a la vez volver a empezar, pasando por una suerte de ralentización reflexiva, de casi merecido libertinaje. El aspaviento tributa a la elocuencia. En la masa la madre puede actuar, aquietarse, vencerse, incluso en el inmovilismo más circunspecto, y darse razones y así o aun así escudarse, también en sus propias ofensivas. Le permite, decimos, junto al continuar, el otro eufemismo de blanduras de ser madre de nuevo y con ello, o por todo ello, sobrevivir a ideas maternales no masivas (tanto más denostables cuanto más encumbradas) reducidas a apelativos superlativos: madre responsable, hipervigilante, protectora…

La masa-madre repudia lo que ya comprende y abraza lo que rechaza todavía, junto al deseo agazapado de que las cosas sigan como están. Le permite asimismo rebelarse, con sus compulsiones de explicación y momentos de clausura y desentendimiento. En aquella masa la madre es capaz de ser ariete y atravesar a su hijo, al tiempo que este se recompone tras sus espaldas dentro de una condena tan punitiva como reacomodadora. O de engullirlo y que le estalle en sus entrañas toda vez que lo contempla como una observadora más lejana. (La masa no cesa de constatarse con terquedad, de inventariarse como cifra, de retrotraerse a una fórmula).

La madre deglute aquello que no podría digerir. El hijo, sin embargo, no termina en un tanteo de envoltura. Un hijo así no se asimila sin más. De algún modo ella lo recubre o lo asfixia hasta hacerlo más manejable, o definitivamente más quieto, a pesar de que aquel cuerpo siempre se retuerce, como rabos de lagartija, en espasmos de ultratumba. Ser masa madre fue tragarte a tu hijo sin cuchillo ni el aparataje más operativo, y a partir de ahí tratar de desgarrarle a una carne: grasa, osamenta y nervaturas como quien pretende salvaguardar recuerdos, deseos y enseñanzas, y al fin y al cabo el alma misma; vacíos de impostura, casi posibilitantes, siempre preferibles a la carnadura individual que los debió representar. Acción carnívora de todo menos alimentaria, cosquillas que contraen y en realidad fortalecen a un coágulo inmasticable, envuelto a destajo, de fermento imposible y podredura infinita (la masa madre es a la postre lo más contrario a un vampiro, o lo que este hace cuando no puede serlo); por querer sonsacar virtudes, convierte —consiguiendo lo que nosotros no logramos evitar— a las maldades en el residuo de una esencia inamovible.

Ese descenso explicativo (y vita nuova) es sin duda doloroso. Es difícil para una madre que su estómago sea también una nueva placenta. Placenta ulcerosa cuyos contenidos huyen sin un destilado constante de rememoración y retorno; tiene algo de estancamiento y pérdida de vida multiplicada, de las víctimas, de alimento desaprovechado, de esfuerzo en vano. No hay, con todo, una bella momificación ni un rediseño de la criatura sin monstruosidad interpuesta. Solo en esa gestación tumultuosa aparecen las verdades.

La masa querría cansarse, relajarse en sus formas más devaluadas, sufrir la impotencia última sin el tormento de las horas, o el absurdo de desfallecer, todo ello sin empantanarse en el heroísmo de la quietud serena; pero sabe que contra lo que juega no puede llegar hasta un aquí llegué exangüe. Ojalá pudiera decirse sin impedimento lo que el impedimento no osa y sin embargo ella calla: lo hice todo para comprender el corazón de las tinieblas. Pero esto solo lo farfulla nuestra mano recubierta de una argamasa ventrílocua y narrativa; de aquella maternal enzima casi todopoderosa apenas nos llega una porción maltrecha, quemada o crudísima, rancia migaja, agria repostería. Padecemos el error tan desestimado como inevitable de buscar sin tregua una centralidad originaria, cuando en realidad la masa de por sí contiene en su andar caótico incontables focos que jamás reaparecen (ni tampoco olvidan). En la masa nunca será posible la fórmula explicativa perfecta ni con ella su técnica uniformadora. La madre lucha contra sí misma como quien quiere salir de aguas profundas tirándose de los pelos y solo resbala por el limo de una charca, para piedad sentimental o escarnio de los espectadores.

Publicado originariamente en El Instante Varado. 
 
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