12.6.12

El libro humano



A veces, escrituras complejas esconden mensajes sencillos, pero también puede suceder lo contrario: escrituras claras y sencillas son portadoras de grandes significados. Es el caso de El Principito. Aunque es en esencia un libro para niños (y en la infancia ha de leerse para uno recibir todo su impacto), es una obra que te acompaña toda la vida. Es un libro que continuamente te llama y te pide una relectura, en donde cada vez descubrirás nuevos valores y nuevas enseñanzas. O simplemente lo relees para reproducir la inmensa emoción de aquel primer contacto con la historia. La riqueza de la trama es inigualable: el viaje de ida y vuelta del Principito desde su casa (un pequeño planeta para él solo) hasta la Tierra, pasando entremedias por una serie de planetas habitados por seres peculiares. Cada capítulo tiene su mensaje, su crítica, y todo trufado de dibujos tan elocuentes como las propias palabras. Algunas de las muchísimas y buenas sentencias del libro ya han pasado a la historia. Me vienen a la memoria: «Lo que es esencial es invisible a los ojos» o «Es tan misterioso el país de las lágrimas...».

Cometí la osadía de recomendar el libro a alguien de treinta y cuatro años. Siempre lo hacemos eso de recomendar encarecidamente nuestros libros más preciados, dando por supuesto que también para la otra persona se convertirán en capitales. Claro, en realidad no estamos recomendando un libro, sino a nosotros mismos, algo ajeno y a la vez propio con el que creemos hacer algún bien. En último extremo nos encomendamos al otro. Regalando El Principito no regalamos un objeto (a la postre, ningún libro lo es) sino una actitud, una ayuda, incluso una declaración de amor. Y no es vana la acción desprendida. Sabemos lo que damos, sabemos de lo que tenemos entre manos. El libro hará su trabajo, facilitará la cooperación, forjará amistades. En serio, creo que este es un libro con poderes...

El treintañero me dijo que sí, que entendía que el libro era bueno..., pero (y adivinad lo que sigue) que era un libro para leerse en la infancia. Le contesté, como despechado, que yo siempre leía en la infancia (por eso mismo creo que la lectura también me cansa y me aburre, aunque también me reviva, me noquee...), y máxime con esta obra, que no podía ser de otro modo, que, junto a los niños, se dirigía a los adultos perdidos, en realidad al niño perdido de cada uno, que infancia era la libertad, y una liberación, cierto regreso. Etcétera. En serio, si este libro no os conmueve, no le culpéis ni busquéis razones periféricas que autojustifiquen vuestro disgusto; inculpaos, si podéis, a vosotros mismos. Pero no podréis... Aun así, no os desentendáis del libro tan rápidamente, releedlo bajo el prisma de vuestro propio desencanto; buena parte de su esfuerzo es hacer de vosotros (de mí, de ti) el blanco de sus críticas...

 8 mayo, 2009







 
 
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