25.2.19




Por supuesto que me gustan los caballos, como animal compactado, fuerte y nostálgico. Aborrezco en cambio todo el mundo humano que los rodea: jinetes, amazonas, vaqueros, estableros y espectadores, sin hablar del rejoneo, domas, concursos de morfología..., qué se yo... El entorno humano en otros animales, por ridículo, suele hacer ósmosis con el objeto desnaturalizado de la peor manera: instaurándose un peor, sólido y admisible. O al contrario, y se da por ejemplo de comer a unas gallinas en la totalidad orgánica de una granja rural.

El entorno del caballo suele ser, o muy ñoño, o de lo más severo. O público sustantivo, o sistemas expertos. El caballo es la metáfora animal más profesionalizada. El empresario, funcionario, deportista, autónomo u ocioso del caballo lo conoce como si este fuera uno más entre iguales al que poder subvertir. Habla con él con fuerza equina, chasquidos cuasi equinos, ademanes equinos. Entienden sus orejas, sus cascos, su olor, su crin, grupa, sexo. Si hasta los fornican a manos de un intruso infiel. Dan verdadera náusea. Lo que aquí detesto es la efectividad con que el humano se inmiscuye en lo salvaje. Violación muda y acalladora con el más profundo desgarro. Violación que comprende su daño, pero el olvido, que ni siquiera es necesario, es mucho mayor, o la indiferencia más patente; entreverado de piel y carne: la distinción más abominable. Justo allí, entre estos pliegues lubricados de lo mismo, sufrida piel y frágil carne, sufrida carne y frágil piel, lo dirigen todo para mandar.

 ¿Es un animal aquello sobre lo cual encajamos a horcajadas? ¿Está animada la bestia por lo que tira, cuando ella y su fuerza se confunden con su carga?

 
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